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¿Por quién doblan las campanas?

Me desperté de golpe. Rayos de sol cegadores inundaban la habitación como un foco celestial, y tanteé en busca de mi reloj con una creciente sensación de angustia. ¿¡Las 7:19!? Eso no podía ser. Me había prometido explícitamente que me levantaría con la primera campanada. No con una alarma. No con el móvil. Con la campana.

Me desperté de golpe. Rayos de sol cegadores inundaban la habitación como un foco celestial, y tanteé en busca de mi reloj con una creciente sensación de angustia. ¿¡Las 7:19!? Eso no podía ser. Me había prometido explícitamente que me levantaría con la primera campanada. No con una alarma. No con el móvil. Con la campana.
El campanario de la Seu en Xàtiva, Valencia.

Mi fiel, inoportuno y siempre puntual despertador—el campanario de la Seu—me había traicionado.

Había construido mi vida en torno a esa campana. Sus sonoras campanadas resonaban por toda Xàtiva cada quince minutos, desde una digna 7:00 de la mañana hasta unas corteses 23:00 de la noche. Marcaba el tiempo como un director de orquesta a la antigua, guiando la sinfonía diaria del pueblo. Te decía cuándo levantarte, cuándo hacer el café, cuándo salir corriendo al mercado, cuándo entrar en pánico porque llegabas tarde a clase—y, lo que es igual de importante, cuándo ya era una hora decente para tomarte una copa de vino.

Pero esa mañana… silencio.

Ni un ding. Ni un dong. Ni siquiera un tímido tin. Era como si todo el pueblo hubiera caído en un vacío temporal. Deambulé por mi rutina matutina como una protagonista de película postapocalíptica—té en mano, ojos buscando algún rastro de normalidad, oídos en alerta máxima. Nada. El silencio era atronador.

No te das cuenta de cuánto dependes de algo hasta que desaparece. En España, las campanas no son meras curiosidades pintorescas. Son el corazón palpitante de cada pueblo y ciudad. Anuncian nacimientos, muertes, bodas, fiestas patronales y también cuando llevas demasiado tiempo mirando por la ventana y ya va siendo hora de volver al trabajo. Son tan españolas como el aceite de oliva y los consejos no solicitados de desconocidos.

En mi pueblo natal de Bishop, California, teníamos una Sirena del Mediodía. Un largo y dramático pitido que te avisaba de que era la hora de comer—o de que se acercaba un ataque nuclear. La verdad, nadie le prestaba atención. Era más un personaje secundario en la narrativa del pueblo.

¿Pero las campanas de Xàtiva? Ellas eran la protagonista. A veces molestas, siempre puntuales y, curiosamente, reconfortantes. Las he maldecido durante la siesta. He puesto los ojos en blanco cuando interrumpían mis notas de voz. Y, sin embargo, ahora que han enmudecido, me siento a la deriva. Como si alguien hubiera desenchufado la realidad y se hubiera olvidado de volver a conectarla.

Algo que antes me parecía invasivo, ahora se revela como algo profundamente esencial. No solo marcaban el tiempo—marcaban el lugar, la cultura, la pertenencia. Las campanas no solo me decían qué hacer; me decían dónde estaba. En España. Viviendo una vida marcada por la tradición, el ritmo y ese ruido maravillosamente descarado.

Ojalá vuelvan pronto. Estoy lista para que vuelvan a decirme lo que tengo que hacer.



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